Un esbozo sobre el valor, el arte y la economía — I

@esferapublica
5 min readSep 15, 2019

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Introducción

De forma coloquial, en español usamos la palabra “valer” como un sustituto del verbo “costar”, así que en una tienda se puede preguntar “¿Cuánto vale esto?”, lo que hace equiparable que el valor sea el precio. Sin embargo, este sinónimo no puede usarse en inglés para decir “How much is it worth?”, ni tampoco en alemán, ya que “Wie viel kostet das?” no se puede sustituir por “Wie ist das geschätzt?”.

Tanto en inglés como en alemán, to value, worth, schätzen o Wert(1), sirven para hablar de las estimaciones personales, de los afectos o la utilidad, pero se disocian del precio de las cosas.

No es casual que los distintos usos del verbo “valer” y el sustantivo “valor” cambien según cada contexto, siendo así que al nivelarlo en español con el “coste”, podría sugerirse que no percibimos los aspectos más sutiles de las cosas. En realidad, al reconocer que hay algo externo que no depende sólo de nuestra estima, manifestamos el carácter objetivo del precio, el valor de cambio. De forma contraria, las lenguas inglesa y alemana no establecen un vínculo entre la apreciación personal y el que un objeto se ponga en venta.

Para muchos el “valor” constituye el problema más fundamental de la economía. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles lo aborda cuando busca un criterio para administrar la justicia, rebatiendo el principio pitagórico de la reciprocidad, el talión — “dar a otro lo mismo que se ha recibido” — , diciendo que no son posibles las relaciones entre dos cosas idénticas. Para que haya justicia en los intercambios, dice el filósofo, es necesario hallar las proporciones entre las cosas distintas: “La moneda se ha hecho en cierta manera el instrumento y el signo de esta necesidad.”(2)

Ahora bien, este es un ensayo sobre el arte y los artistas, sólo que desde hace un tiempo me pregunto por qué nuestra práctica comparte tantos atributos con la economía; por qué Aristóteles, para hablar de la poética, también emplea los términos de “forma”, “proporción”, “semejanza”, “uso”, “objetividad”, “subjetividad” y, en definitiva, “valor”.

Estos conceptos han soportado cambios a lo largo de nuestra historia pero, dado que el presente nunca se desune del pasado, me pareció importante conocer su origen. Este texto no trata de reducir el arte a una explicación económica, sino a mostrar cómo el léxico poético complementa al de la economía y, en consecuencia, al de la moral. Por “economía”, dado que parto de Aristóteles, no me ajusto a la ciencia moderna que inician François Quesnay o Adam Smith, pues tal “ciencia” no ha llegado a separarse nunca de otras disciplinas. El filósofo de Estagira fue el primero en decirlo, pero otros tantos continuaron su legado: Santo Tomás, los escolásticos españoles o Karl Marx, sobre quien me centraré en la segunda parte de este ensayo.

Primera parte

A partir del siglo XVII de nuestra era se concede una atención cada vez mayor a la idea de “libertad” entendida como un ejercicio personal. Hasta entonces, el concepto reinante de Aristóteles según el cual nuestra especie es un “animal social y productor” — que manifiesta su virtud y sus vicios a través de las acciones — , deja paso a una creencia inaugurada por Lutero, y encumbrada por Descartes(3), Leibniz y Malebranche, que hace que la realidad externa se afirme a través de la conciencia. Al mismo tiempo, la revolución científica de Galileo y Newton consolida el mecanicismo y automatismo en las ciencias, interpretados como la clave para descifrar, a través de la ley de la gravitación universal, la unidad de todas las partes del cosmos. Bajo esta estela, incluso para un filósofo de la moral como Adam Smith, la economía ya no entrañaba la administración de los bienes privados y comunes, sino una ciencia que opera con leyes propias y armónicas diseñadas por Dios, una máquina, en palabras suyas, que genera “la mayor cantidad posible de felicidad”(4). En consecuencia, al ser Dios — o la mano invisible — quien ha diseñado las “leyes armónicas” de la economía, ningún gobierno debe entrometerse en ellas.

A través de esta nueva “conciencia”, la interioridad alemana(5), la Reforma, ha tenido unas implicaciones muy profundas con las ideas estéticas y económicas hasta este día. Puede considerarse como una tabla rasa de dentro a fuera que rechazó las instituciones católicas y las obras sociales como fundamento de la antigua virtud grecolatina. Así, la desconfianza hacia el mundo externo en aras del cultivo del “espíritu”, que parte del principio de que cada uno busca su salvación o mejora personal, sembró también la idea del gusto subjetivo en el arte. Por esta razón, no debemos olvidar que la “estética” moderna es un producto de la filosofía alemana, si bien el “discurso sobre lo sensible” no fue en absoluto un hallazgo suyo.

Quien mejor ha ejemplificado esta leyenda en los últimos años, aunque decida someterla a una dura crítica, es Terry Eagleton en La estética como ideología, donde dice que su “libro constituye un intento de encontrar en la estética un modo de acceder a ciertas cuestiones centrales del pensamiento europeo moderno”(6). Pero lo cierto es que, a lo largo de sus 450 páginas, Eagleton sólo encuentra en el “pensamiento europeo” a ingleses o alemanes. El hecho de que esta obra se sirva de la estética para penetrar en el “meollo de las luchas de la burguesías para alcanzar el poder”, demuestra hasta qué punto el autor es prisionero de su crítica: no hay una sola mención a la filosofía española, portuguesa o italiana entre los siglos XIV y XVIII, por no hablar de la ausencia completa del pensamiento escolástico — sobre el comercio, la libertad o el cuerpo — , los tratados pictóricos, literarios, eróticos y teatrales de las tres naciones o la omisión a Benito Feijoo y sus discursos sobre “las razones del gusto”. Podría decirse que a Eagleton no le importa este legado o bien lo desconoce, lo que me hace dudar de qué es más grave para un autor de tan altos vuelos. Pero no es el único, sin duda. Son innumerables los ensayos sobre “estética” en cuyo análisis no caben aquellos que no han formado parte de la tradición calvinista, protestante y anglicana. Esta misma tradición que descubre lo sublime de los sentidos, halla también lo sobrenatural en el “valor de uso”, en la satisfacción individual como motor de la economía.

Me gustaría recordar en este punto una frase que me dijo un día un amigo que estaba escribiendo un texto sobre la Ilustración: “Santo Tomás nunca se preocupó por el gusto porque en su época no era relevante”. Por otro lado, Santo Tomás llega a identificar el valor de un bien en el coste y trabajo invertidos en su producción(7). ¿Esto significa que él y los escolásticos desconociesen la existencia de lo sensible, de los afectos y las satisfacciones que las personas tienen a través de los objetos? En absoluto. En todo caso, los escolásticos mantuvieron que los objetos tienen tres grados de valor: virtuositas, complacibilitas y raritas.

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Julián Cruz*

Publicado en Campo de relámpagos

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