#Cancelled: ¿qué es la cultura de la cancelación?
- A comienzos de julio de 2020, más de 150 artistas, académicos y escritores — incluyendo figuras como J.K.Rowling, Noam Chomsky o Margaret Atwood — firmaron una polémica carta advirtiendo sobre el deterioro de la tolerancia y el libre debate de ideas en la sociedad contemporánea.
- Publicada en la revista Harper’s, la carta puso en agenda la llamada “cultura de la cancelación”, definida como el ataque hacia el trabajo, la reputación y, en general, la vida personal de un individuo por parte de un determinado colectivo, debido a una supuesta actitud o comentario repudiable o descalificante.
- Mientras que para unos la “cancelación” es una herramienta que permite a minorías largamente excluidas actuar sobre los temas que las interpelan, para otros consiste en un falso activismo, que aumenta la intolerancia y atenta contra los principios liberales de las sociedades modernas.
A comienzos de julio, más de 150 artistas, académicos y escritores — incluyendo figuras como J.K.Rowling, Noam Chomsky o Margaret Atwood — firmaron una polémica carta advirtiendo sobre el deterioro de la tolerancia y el libre debate de ideas en la sociedad contemporánea. Publicado en la revista Harper’s, el documento puso en agenda — aunque sin nombrarla explícitamente — a la llamada cultura de la cancelación o cancel culture, al afirmar: “ la censura se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia de puntos de vista opuestos, una moda para la vergüenza pública y el ostracismo y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora”.
Pero ¿qué es la cultura de la cancelación? De acuerdo con la columnista de The Guardian Suzanne Moore, el término cancel culture se originó como un hashtag en la red social Twitter, asociado primero al activismo antiracista de la comunidad afroamericana y luego al movimiento #metoo, que denunció abusos sexuales largamente encubiertos en la industria del cine. Si bien es un tema complejo, sobre el que existen opiniones y argumentos muy diversos, la cultura de la cancelación puede definirse como el ataque hacia el trabajo, la reputación y, en general, la vida personal de un individuo por parte de un determinado colectivo, debido a una supuesta actitud o comentario repudiable o descalificante.
Existen muchos ejemplos sobre el fenómeno. Uno de ellos es lo que le ocurrió al estadounidense Emmanuel Cafferty, que fue denunciado por racismo en las redes sociales luego de que un usuario subiera una foto de él realizando un gesto con los dedos atribuído a los supremacistas blancos, mientras esperaba la luz verde del semáforo con la ventanilla abierta y el brazo izquierdo en el exterior. Según detalló la BBC, al regresar a su casa luego de la jornada laboral Cafferty recibió una llamada de su supervisor para comentarle que había sido denunciado en redes sociales como racista y que, en consecuencia, se lo había suspendido del trabajo. Cinco días después, lo despidieron.
“Así fue como perdí el mejor empleo de mi vida”, declaró Cafferty, que afirmó no saber que el gesto — asociado a un “OK” en Estados Unidos — tenía connotaciones racistas. De acuerdo con el medio británico, la Liga contra la Difamación — organización que combate los discursos de odio en el país norteamericano — afirma que el símbolo OK fue adoptado por usuarios racistas a partir del año 2017, aunque de modo general el gesto es interpretado como muestra de consentimiento o aprobación. “En mi caso, no era un símbolo. Solo estaba chasqueando los dedos. Pero un hombre blanco lo interpretó como un gesto parecido al ‘OK’, que sería racista, y se lo dijo a mis jefes, también blancos, que decidieron creerle a él, no a mí, que no soy blanco”, aseguró Cafferty, hijos de inmigrantes mexicanos.
Según el columnista de The New York Times, Ross Douthat, la cultura de la cancelación existió desde siempre: en ninguna sociedad un ser humano puede decir o hacer lo que quiera sin afrontar consecuencias en su reputación, vida personal o espacio de trabajo. En este sentido, todas las culturas trazan un límite que permite la condena general de ciertas actitudes. Ejemplos actuales pueden ser el racismo, la homofobia o el anti-semitismo. Asimismo, si bien hoy el fenómeno se asocia a cierta corriente progresista, no es una práctica exclusiva de dicha ideología. De acuerdo con Douthat: “tanto la derecha como la izquierda cancelan, sólo que actualmente la derecha se encuentra demasiado débil para hacerlo de manera efectiva”.
Sin embargo, a pesar de que el fenómeno no es nuevo, Internet parece haberlo catalizado y extendido sus límites más allá de lo imaginable. En palabras de Douthat, una persona puede ser “cancelada” por una frase desafortunada dicha frente a un grupo de desconocidos, una broma de mal gusto o un tweet descalificador publicado muchos años atrás. “Todo lo que se necesita es tener un día particularmente malo, y las consecuencias podrían durar tanto como Google”, subrayó el columnista en una nota para el NYT.
Para ampliar: “10 Theses About Cancel Culture” (Publicado por Ross Douthat en The New York Times el 14 de julio de 2020).
¿Dónde está el límite?
Como se detalló previamente, no existe una postura unánime sobre la cultura de la cancelación, sus límites o posibles consecuencias. Mientras que para unos constituye la herramienta que permite a minorías largamente excluidas actuar sobre los temas que las interpelan, para otros consiste en un falso activismo, que aumenta la intolerancia y atenta contra los principios liberales de las sociedades modernas.
En opinión de la columnista y escritora Nesrine Malik, se trata “simplemente de viejas elites que pierden poder en la era de las redes sociales”, mientras que parte de las denominadas “turbas digitales” son, según su análisis, personas que jamás lograron influir en conversaciones sobre su propia realidad. “Lo que realmente ocurre es que un grupo de personas influyentes está lidiando con el hecho de que han perdido el control sobre cómo su trabajo es recibido e interpretado. Algo viejo constantemente amenazado por algo nuevo”, resaltó Malik en una nota publicada en el medio inglés The Guardian.
Bajo este punto de vista, en una sociedad en la cual la participación cultural es cada vez mas democrática (o al menos, intenta serlo), la negativa a participar también se vuelve importante. De acuerdo con la lingüista norteamericana Anne Charity Hudley, la cancelación es un boicot ejercido contra personas en lugar de sobre empresas, que promueve la idea de que las minorías tienen el poder de rechazar las partes de la cultura pop que defienden ideas nocivas. “Si no tienes la posibilidad de frenar algo a través de la política, lo que puedes hacer es negarte a participar”, aseguró en una entrevista con Vox.
Es decir, desde esta perspectiva la cancelación resulta una especie de “correctivo político”, ejercido por colectivos minoritarios ante la impotencia de reconocer que no cuentan con el poder necesario para modificar la desigualdad estructural que los oprime. Se diferenciaría, en este sentido, de otras modalidades de vergüenza pública ejercidas por trolls o haters en redes sociales. En palabras de Hudley: “cuando ves a la gente cancelando a Kanye [West] y a otras personas, es una forma colectiva de decir ‘elevamos tu estatus social y tu progreso económico, pero ya no vamos a prestarte atención como alguna vez lo hicimos’… quizás no tenga poder, pero el poder que tengo es de ignorarte”.
Sin embargo, si bien la cultura de la cancelación es frecuentemente experimentada por figuras públicas, éstas quizás sean las personas más “inmunes” o resilientes al fenómeno. En otras palabras, difícilmente el público dejará de leer las novelas de Harry Potter sólo porque su autora, la aclamada escritora J.K.Rowling, fue repudiada por unos tweets que muchos usuarios consideraron tránsfobos. Las consecuencias pueden recaer, por el contrario, sobre quienes apoyaron a Rowling en la controversia, como es el caso de la escritora infantil Gillian Philip, que perdió su trabajo luego de twittear “#iStandWithJKRowling” (#yoapoyoaJKRowling).
Según Ross Douthat, esto ocurre debido a que el verdadero objetivo de la cancelación es generar normas aplicables para la gran mayoría de la población, que modifiquen las maneras de hablar o discutir. En este sentido, afirmó: “el objetivo no es castigar a todos, o incluso a muchos, sino que es avergonzar o asustar a suficientes personas para lograr que el resto se conforme”. Por su parte, Suzanne Moore la compara con una especie de “falso activismo”, que busca reemplazar el largo trabajo de persuasión y debate con una muestra de solidaridad efímera, sin costos reales.
Al respecto, resulta interesante retomar la postura de la activista y teórica feminista estadounidense Loretta Ross, quien en una nota publicada en el New York Times calificó a la cultura de la cancelación como “tóxica”. “Existe una forma mucho más efectiva de construir movimientos de justicia social. Suceden en persona, en la vida real”, señaló. “En la cultura de la cancelación, la gente intenta eliminar a cualquier persona con la que no esté perfectamente de acuerdo, en lugar de concentrarse en quienes se benefician de la discriminación y la injusticia.”
Estos últimos argumentos plantean un punto importante a la hora de analizar la cultura de la cancelación: ¿puede una persona realizar buenas acciones y, al mismo tiempo, tener pensamientos equivocados? aunque la respuesta es afirmativa, con frecuencia parecemos olvidarlo.
En esta línea, la idea de “cancelar” a alguien porque posee opiniones con las que no estamos de acuerdo (o que incluso, consideramos ofensivas) elimina la posibilidad misma de debate, persuasión e incluso, de cambio de opinión y reconocimiento del error. Sus efectos, en consecuencia, pueden resultar contraproducentes para la lucha que se persigue. Después de todo, quién puede asegurarse de estar 100% exento de la posibilidad de ser #cancelado? En palabras de Loretta Ross: “es posible que nunca conozcas a un miembro del [Ku Klux] Klan o enseñes activamente a personas encarceladas, pero todos podemos sentarnos con personas con las que no estamos de acuerdo para trabajar en la búsqueda de soluciones a problemas comunes “.
Carta abierta sobre la justicia y el debate abierto
Nuestras instituciones culturales afrontan un momento decisivo. Poderosas protestas por la justicia racial y social conducen a demandas largamente esperadas de reforma policial, junto a llamamientos más amplios en pos de mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, y también en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero esta revisión necesaria también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Mientras aplaudimos el primer elemento, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo ganan terreno en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una verdadera amenaza a la democracia. Pero no se puede permitir que la resistencia se convierta en su propia forma de dogma o coerción, algo que los demagogos de derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo puede alcanzarse si hablamos en contra del clima intolerante que se ha instalado en todas partes.
El intercambio libre de información e ideas, el fluido vital de una sociedad liberal, está cada día más constreñido. Si hemos llegado a esperar eso de la derecha radical, el espíritu censor también se extiende de forma más amplia en nuestra cultura: una intolerancia a las visiones opuestas, una moda de la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver complejos asuntos políticos en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor del discurso contrario robusto e incluso cáustico. Pero ahora es demasiado frecuente oír llamamientos a una retribución rápida y severa en respuesta a lo que se percibe como transgresiones de discurso y pensamiento. Todavía resulta más perturbador que los líderes institucionales, en un espíritu de control de daños atenazado por el pánico, estén entregando apresurados y desproporcionados castigos en vez de reformas meditadas. Se despide a editores por publicar textos polémicos; se retiran libros por una supuesta falta de autenticidad; se impide que los periodistas escriban de algunos temas; se investiga a profesores por citar obras literarias en clase; se despide a un investigador por difundir un estudio académico con revisión de pares; y se expulsa a dirigentes de organizaciones por lo que a veces solo son torpes errores. Sean cuales sean los argumentos en torno a cada incidente particular, el resultado ha sido una constante constricción de los límites de lo que puede decirse sin la amenaza de sufrir represalias. Ya estamos pagando el precio en una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su forma de vida si se alejan del consenso, o incluso si carecen del celo suficiente a la hora de sumarse a él.
Esta atmósfera sofocante acabará por dañar las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, sea a manos de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, daña invariablemente a aquellos que carecen de poder y hace a todos menos capaces de la participación democrática. La forma de derrotar las malas ideas es a través de la exposición, el argumento y la persuasión, no intentando silenciarlas o deseando que no existieran. Rechazamos cualquier falsa elección entre la justicia y la libertad, que no pueden existir una sin la otra. Como escritores necesitamos preservar la posibilidad de un desacuerdo de buena fe sin terribles consecuencias profesionales. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro trabajo, no deberíamos esperar que el Estado o el público lo defiendan por nosotros.
Publicada originalmente en Harper’s con firmas de más de 150 artistas, académicos y escritores — incluyendo figuras como J.K.Rowling, Noam Chomsky o Margaret Atwood, entre otros.
Gabriela Rangel y la cultura de la cancelación: “Habrá revisiones, recriminaciones e incluso ajustes de cuentas”
El mundo del arte tampoco está exento. Los caso más resonantes se dieron en EE.UU. Primero, Keith Christiansen, ahora ex presidente de pinturas europeas del Museo Metropolitano (Met), quien debió renunciar tras una entrada en su feed de Instagram: compartió una imagen de Alexandre Lenoir intentando salvar monumentos de los “zelotes” (NdP: témino hoy asociado al radicalismo militante) de la Revolución Francesa. En respuesta, el grupo de defensa de los trabajadores de las artes, Art + Museum Transparency: “Estimado @metmuseum, uno de sus curadores más poderosos sugirió que es una pena que estemos tratando de deshacernos de un pasado que nosotros no aprobamos ‘quitando monumentos’ y, lo que es peor, haciendo que un perro silbe una ecuación de activistas #BLM con ‘fanáticos revolucionarios’. Esto no está bien”. Además, lo hizo en Juneteenth, una festividad no oficial conocida como Día de la liberación o Día de la emancipación.
El otro es el de Gary Garrels, ex curador principal de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de San Francisco (SFMOMA), quien realizó un comentario que indignó a algunos de los miembros del personal del museo. Garrels informaba a miembros del staff del museo sobre nuevas adquisiciones de obras de artistas de color y dijo: “No te preocupes. Definitivamente seguiremos coleccionando artistas blancos”. De lo contrario, bromeó, sería “discriminación inversa”. Alguien abrió un pedido de renuncia en la plataforma Change.org aduciendo un uso de “lenguaje blanco supremacista y racista”.
Infobae Cultura dialogó con Gabriela Rangel, directora artística del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), quien tiene una experiencia de 15 años en el departamento de Artes Visuales de Americas Society, en EEUU, para conocer su perspectiva sobre este movimiento y sus consideraciones de derrame globalizador sobre esta parte del mundo en el ambiente del arte.
- ¿Cómo explicarías este fenómeno? y ¿cuáles considera que son los peligros y los beneficios de esta tendencia?
-Este clamor de amplios sectores de la sociedad, sobre todo joven y urbana (de las metrópolis), más que tendencia, es una de las múltiples capas de la desobediencia civil que se desplegaron a partir del fallido movimiento Occupy y las marchas de las mujeres y el movimiento Metoo. Los beneficios son muchos, entre ellos los que aporta una revisión de las nociones de democracia, justicia social e inclusión en un país donde los ciclos históricos han comprendido una especie de “revolución blanda” si se quiere, un reformismo radical, que luego es reapropiado por el poderoso sistema económico que logra reinventarse y prevalecer.
Cómo explicar que sin este movimiento de dados no hubiera llegado al congreso de los EE.UU una líder como Alexandra Ocasio Cortez. Fue gracias a Sanders y al activismo de hoy que ella fue electa, menos mal en manifiesta oposición contra el régimen de degradación ética de Donald Trump. ¡Ojalá los millennials vayan a las urnas! Pero las revoluciones, por muy blandas que sean, devoran a sus hijos con la voracidad de Saturno.
- En las últimas semanas se produjeron algunas renuncias como las de Keith Christiansen, presidente de pinturas europeas del Museo Metropolitano, y Gary Garrels, el curador principal de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de San Francisco. El primero por un tweet bastante controversial y el segundo por un comentario desafortunado, ¿considera que esto es parte de un cambio de paradigma que llegó para quedarse o que solo responde a una época de extrema observación de los comportamientos?
- El cambio de paradigma está en pleno desarrollo y cuando esto sucede placas tectónicas se mueven colapsando la estructura del orden anterior. Leí en la prensa el caso del curador del Met, museo en general monocultural y conservador en términos de la diversidad de sus repertorios historiográficos y enfoques curatoriales. Sin embargo, el Met ha hecho un excelente programa de exhibiciones contemporáneas de artistas del llamado Sur Global, muy necesario para una capital como Nueva York, que se mantuvo indiferente a mucho de lo que estaba ocurriendo en las bienales, salvo casos excepcionales como en instituciones pequeñas y The New Museum.
En cuanto al SF MOMA conozco personalmente a Garrels y lamento mucho que se haya visto forzado a renunciar por un error de cálculo, hubris y, sobretodo, una enorme falta de sensibilidad hacia lo que está incendiando las calles de Brooklyn, Portland; LA y otras ciudades. Sin embargo, Garrels ha sido uno de los contados curadores institucionales norteamericanos que mostraron un sostenido interés por diversificar su práctica y decolonizar las colecciones a su cargo durante estos años.
-¿Considerás que el fenómeno CC crecerá como tendencia global y tiene potencial de alcanzar a Latinoamérica?
-El problema es precisamente que este legítimo deseo de corregir las desigualdades se mueve, circula y moviliza grupos como tendencia, sin adoptar las alteridades contextuales y tomar en consideración las diferentes temporalidades sociales que transforman un movimiento social en una sociedad de bienestar y no en un purgatorio conventual. Los cambio deben ser situados.
- No hace mucho cuando se trataba de “cancelar” la obra de un artista se hablaba de censura. Ejemplos hay muchos. Para citar dos en Argentina, podríamos hablar de la exposición de León Ferrari en el Recoleta, que generó una controversia que aún sigue latente. En otras ramas de la cultura, como la audiovisual, donde los casos son más evidentes y tienen mayor alcance mediático, son varios ya los directores, humoristas-guionistas, que hablan que hay cosas que ya hoy no se podrían hacer y hace una década, sí. ¿Cree que esto puede suceder en el arte?, ¿que se llegue a un punto en el que haya artistas u obras que no puedan presentarse en salas o -como sucedió en aquella muestra del Recoleta- todo deba estar acompañado de un cartel de advertencia para no herir susceptibilidades/creencias/dogmas?
-No sé si podría afirmar que aún se mantiene latente el lamentable incidente del Centro Recoleta, cuando León Ferrari es hoy una figura reconocida tanto local como internacionalmente. Discrepo de esta percepción y celebro que la obra de un artista tan potente y singular como Ferrari haya superado las barreras oscurantistas que intentaron censurarla, justamente, por tratarse de un artista que usó el humor corrosivo y la ironía. Es imposible interpretar la obra de Ferrari sin humor.
Evidentemente el arte y la literatura son focos importantes de escrutinio de los movimientos sociales, donde habrá revisiones, recriminaciones e incluso ajustes de cuentas que, espero, no hagan que se pierda la brújula y comience un capítulo doctrinario y no emancipatorio, como lo esperamos.
- Por último, ¿cree que este tipo de comportamiento, en general generado a partir de redes sociales, puede llevar a la autocensura en los distintos eslabones (del artista, galerista, curador al director de un museo)?
Desde hace rato que opera la autocensura, justamente. Soy usuaria activa de las redes sociales, por lo que me he forzado a pensar en este tipo de sistema de comunicación interpersonal. En mi caso, la afiliación a las redes obedece a que de esta manera me comunico con mi comunidad imaginaria, el exilio venezolano y sus ciudadanos dispersos en diferentes lugares del mundo (como le sucedió a los argentinos durante la dictadura). Ahora bien, las redes sociales, dependiendo cómo las utilicemos y quienes forman parte de nuestra(s) comunidad(es) pueden transformarse en una suerte de “gated communities”. Esto, sin duda, está relacionado con cierta tendencia contemporánea a creernos portadores de la verdad única e indivisible. El tema es complejo y amerita discusión más allá de nuestras categorías de lo público, puesto que el mundo digital ha transformado la esfera de la opinión pública weberiana.
Juan Batalla
Para ampliar: “Why we can’t stop fighting about cancel culture” (Publicado por Aja Romano en Vox, el 30 de diciembre de 2019).
Originally published at https://statuquo.blog on July 27, 2020.